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l relámpago cegador
se había extinguido pero, después de él
,las ubérrimas entrañas de la salvaje atmósfera,
arrojaron a la oscuridad de la funesta y tenebrosa noche más
y más cegadores relámpagos, que se unían,
en un dantesco espectáculo, al ensordecedor estruendo
de los innumerables truenos que rasgaban continuamente el
traslúcido e impalpable velo del espacio, haciendo
de aquella una espantosa y terrible noche en la que parecían
oírse los gritos desgarradores y penosos de las almas
atormentadas del purgatorio.
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La luz de los relámpagos
clareaba el lugar (no por eso menos siniestro) e iluminaba,
entre fantasmales sombras la vieja fachada de un gran edificio,
en la que se veían, además de una enorme puerta
de nogal, medio carcomida y varias ventanas cerradas por completo,
unas grandes letras rojas, que indicaban a cualquier persona,
curiosa o extraviada, qué se encontraba delante de
un hospital para enfermos mentales que hubieran cometido algún
acto criminal.
Nada, en principio, denotaba presencia humana en los alrededores
del edificio, pues, a través de algunas de las rendijas
de la puerta y cuando el cielo era roto por un rayo, todo
en su interior parecía estar cubierto de una abundante
y rancia capa de polvo.
Por eso, cuando de pronto me encontré en aquel lugar,
sentí en mi interior un estremecimiento de terror,
ocasionado, probablemente, por la lectura del cartel y la
visión, casi espectral, de la vieja casona, y reflexioné
unos momentos antes de decidirme a llamar para solicitar cobijo.
Estando como estaba, completamente empapado, con riesgo de
que si no me resguardaba enseguida, pudiera ser alcanzado
por algún funesto rayo y el hecho de haber observado
que una de las ventanas, situada en la pared lateral derecha,
tenía los postigos abiertos y reflejaba, a través
de sus mugrientos y desvencijados cristales, una débil
claridad producida por alguna luz distinta de los rayos, me
hicieron tomar la decisión de cortar mis cavilaciones
y acercarme a la casa para pedir cobijo en ella, al menos,
hasta que amainara la tormenta.
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Golpeé varias veces la puerta
con una descomunal aldaba que había colgada en ella,
semejante a la negra y esquelética garra de un vampiro
y los golpes, al resonar bruscamente, me hicieron temer que
la casa iba a derrumbarse de un momento a otro, pues todo
a mi alrededor pareció vibrar unos instantes.
Durante un buen rato, no percibí más ruido que
los clamores peculiares de la tormenta y empecé a pensar
que tal vez no hubiese nadie en la casa y que el haber creído
observar alguna luz en ella habría sido autosugestión
mía. Quise asegurarme, no obstante, llamando otra vez,
ahora con más energía y noté de nuevo
una inquietante sensación de peligro al oír
resonar el eco prolongado de los aldabonazos.
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En esta ocasión,
mi llamada si tuvo reacción, pues noté que alguien,
por dentro, manipulaba lo que parecían ser unos cerrojos.
Se abrió una pequeña ventana que había
aplicada sobre la carcomida puerta de madera y antes de poder
percibir quien hablaba, oí una voz ronca y aguardentosa
que decía ásperamente:
-¡Ya va, ya va! ¡Estas no son horas de importunar
con tanto alboroto! ¿Quien llama?.
- Perdone la molestia - Contesté yo - Pero esta horrible
tormenta me ha obligado a buscar refugio y no he encontrado
nada mejor que esta casa. Espero que tenga la amabilidad de
permitir que me resguarde dentro de la casa, al menos, hasta
que escampe un poco.
-¡Está bien, está bien!; después
de todo, tal vez se alegre el doctor- Dijo el hombre, mientras
corría todos los cerrojos de la puerta (que no eran
pocos) y esta giraba sobre sus goznes, con un sonido desagradablemente
chirriante.
Apareció entonces un hombre enorme, de aspecto aterrador,
parecido a un gorila de burdel, que me dijo, en un tono de
voz distinto al de antes y algo menos desagradable:
- Pasa, pasa, caminante extraviado. Perdona mi torpeza al
hablarte de un modo tan desconsiderado. El doctor Rudenfurt,
mi señor, tendrá mucho gusto en ofrecerte su
casa para que te resguardes de la tormenta.
A pesar de su intento de amabilidad las palabras del hombre
no disminuyeron su aspecto amenazante y me dispuse a entrar
no sin cierto temor casi instintivo ya que la parte animal
de mi cuerpo, intentaba desobedecer al pensamiento, atisbando,
quizás, en el aspecto del hombre, un peligro no imaginado.
Durante un microsegundo, mi instinto y mi subconsciente lucharon
contra mi razón y mi voluntad para intentar vencer
en una extraña e inexplicable pugna.
Mi espíritu meditó y concluyó en unos
instantes que nada en ese momento podría ser más
horrible que morir carbonizado por el impacto de algún
desconsiderado y furibundo rayo. La lucha cesó y penetré
en la casa.
El hombre me miró con ojos de fuego, con ojos de demonio
satisfecho de haber conseguido la presa codiciada y, una vez
dentro, corrió todos los cerrojos de la puerta, cerrándola,
además, con una vieja y herrumbrosa llave que se guardó
en una pequeña talega de cuero crudo que sacó
de debajo de la ancha camisola que vestía.
El fragor de la tormenta no era ya más que un tenue
murmullo y daba la sensación de que, al traspasar la
puerta, me había adentrado en un mundo especial, distinto
del que acababa de dejar, separado de aquel en el espacio
y en el tiempo y en el que lo que acontecía fuera era
tan solo un recuerdo de la imaginación.
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